Para una parroquia, la celebración de bautismos, matrimonios y funerales no era sólo un rito, sino una forma de subsistencia. Los párrocos recibían de cada una de las acciones que hacían no pocos beneficios económicos, bien en dinero, bien en especias. Existen muchos listados, en los libros parroquiales, de los bienes que debía dar una familia para pagar un bautismo, un matrimonio o, especialmente, un funeral, la ceremonia con más boato y clases. Algún día hablaremos de cuánto y qué se pedía, y de las clases de entierros que, en función de lo que se pagase, se podían celebrar, pero como da para mucho hablar, de momento nos vamos a centrar en un par de muestras de la enorme importancia que tenía para la parroquia de turno llevar cuenta de sus nacidos, matrimoniados y muertos.

Se trata de dos documentos procedentes de la parroquia de San Martín de Borines.

El primero, el más completo: en el verano de 1835 falleció en la Loma (Viyao, Borines) un anciano llamado Juan Figaredo, aparentemente en estado de demencia, y la familia, quién sabe si por mera confusión (como vemos aquí, la parte norte del coto de Viyao limita con Anayo) o algún motivo algo más elaborado, llamó al párroco de Anayo en vez de al de Borines. Éste, aprovechando la ausencia del de Borines, rápidamente se apuró a celebrar las exequias y recibir el dinero por ello. Afortunadamente el caso se arregló amistosamente y el párroco de Borines volvió a celebrar los funerales… aunque el cadáver se quedó en Anayo:

En quince de junio de mil ochocientos treinta y cinco murió Juan Figaredo, vecino de las casas llamadas La Loma de los montes de Pedroso, pertenecientes al lugar y coto de Viyao de esta parroquia de San Martín de Borines, estaba casado con María del Llano, de cuyo matrimonio son hijos José y Teresa casados, ésta en Torazo y aquél en el sitio dicho de la Loma: no llamaron para la administración de Sacramentos al párroco ni sirviente de Borines, sino al de Anayo, al que le administró los tres Santos Sacramentos y le recibió el dicho de que elegía sepultura en Anayo a pesar de estar demente el Juan: en virtud de esta elección, el párroco de Anayo le asoció a su Yglesia, le hizo todas las exequias y enterró en su Cementerio aunque no testó contra esta arbitrariedad, en ausencia del párroco de Borines, su interino Francisco Díaz presbítero; más llegando de su ausencia el párroco de Borines en el mes siguiente, reclamó amistosamente, fuera de términos judiciales, el desagravio del término parroquial ofendido en la conducta que en este caso se observó en el de Anayo y lo mismo los herederos del Juan, y aclarado el punto y visto ser nulo y de ningún valor ni efecto la elección dicha de sepultura en Anayo, se contrayó el párroco de Anayo a dar al de Borines, como lo verificó, toda la cantidad de dinero correspondiente a las exequias funerales, sepultura, del párroco, visita, casa santa y redempción de cautrivos, aumentación y responso dominical parroquial, de nuevo se verificaron como si en dicha Yglesia de Anayo no se hubiesen hecho y como si en ella no se hubiese enterrado el cadáver del Juan Figaredo, y se celebraron el veinte y siete de Agosto de mil ochocientos treinta y ocho. Por verdad lo firmo como cura de Borines,

Francisco Antuña.

El segundo, el más mundano: María de Mones, natural del lugar de Moñío en Borines pero residente en Miyares por una curiosa amistad con una tal María de Caso (no sólo murió en su casa, sino que le dejó todos sus bienes), falleció en el verano de 1694 y su heredera se negó a pagar al párroco de Borines, ni siquiera por el traslado del cadáver. «Ni una vela». El cura se encargaría no sólo de hacerle el pack básico de entierro, el de pobres de solemnidad, que se hacía cuando la familia no daba dinero, y de dejar constancia del desplante de María de Caso y, de paso, de la vida poco piadosa de la de Mones: no ha hecho nada por su alma, asegura.

El 20 de julio (de 1694) murió María de Mones, viuda, vecina de Moñío. Dicen hiço donación a María de Caso, de Miyares, de sus bienes (…) no se ha conocido, porque no ha hecho nada por su alma. Murió en Miyares, a donde el cura de allí le administró sacramento, y yo a mi costa la traxe a esta Yglesia, sin que en casa de dicha María de Caso, donde murió, nos diese una vela. Y la hice el entierro con tres misas y su vixilia,  e después se distribuya su quinta o lo más que sea de justicia.

Ante estos curiosos documentos no puedo sino recordar los graciosos versos que publicó la revista Asturias en 1916, obra de Menendo de Piloña, y que narra las desventuras de Pin el Trucheru, de Villamayor, que va a bautizar un nenu y le hacen rebaja en los derechos del bautismo a cambio de que pesque las truchas para un banquete que va a celebrar la Iglesia:

El casu ye que se casa,
qu’a poco dá fuéu la boda,
qu’hay que cristianar un neñu,
que se fay la cirimonia,
y qu’al pagar, diz el cura:
– Ten un poco pe la bolsa:
por mios derechos, ni un perru;
po los de la frábica, abona
treinta riales, y non digas
qu’esto fixe, a naide ¡contra!

Non gurguta nin migaya,
nin tuse ni s’enquillotra,
y al padrín faciend’un guiñu,
los trenta riales aploma.
Diz-y al tiempu el siñor cura:
– Vo a dar una comilona
y preciso seis ocenes
de güenes truches.
Agora,  por favor y lo que sea,
¿quiés piescámeles? (…)

Pero la avaricia de Pin rompe el saco, y en vez de ofrecer las truchas a cambio de la «rebaja», impone al cura un precio de sesenta reales. Y cuando éste lo recrimina, Pin lo amenaza (sin éxito) con no llevar a más nenos a bautizar:

– Home, Pin, paezme munchu.
– No-i rebaxo una perrona
porque ye como-i digo.
– Que non.
– Que sí.
– Abasta y toma,
pero pa min más non piesques.
– Ni usté me bautiza otra creatura…
¿Oyólo cristianu?
Primero la llevo a Coya,
a Mijares o a Borines,
o a la más lloñi parroquia. (…)
– Xuaco, atendi: toma,
tira dos bolaes por min,
que vo a decir a Ramona
que’l primer fíu que tengamos,
vo a bautizalu en…
– Pos cola…
Y fuxe, calamocanu,
canturriando’sta copla
que se-i ocurrió pal casu:
«Válame, Nuestra Siñora:
el fíu que mio muyer eche,
¡cristianarélu con pompa!»